miércoles, 30 de noviembre de 2011

La felicidad, tan solo a una lágrima de ti.

Yo tampoco había olvidado sus manos. Cuando estaba nerviosa siempre se mordía las uñas o jugueteaba con el pelo, pero seguía clavándome esos ojos grandes y tostados.


Pero aquello solo podía recordarlo, pues ahora, aunque tuviera el teléfono en mano casi tantas horas como las que tiene el día, seguía sintiéndome solo. Su voz no era suficiente para calmar las ganas que tenía de estar con ella, de verla sonreír, moverse, caminar... 


Un día, cuando creíamos que el rencuentro estaba cerca, nuestras vidas cambiaron; y ahora ni siquiera podía llamarte y oírte. Todo eso tampoco existía.


Aquel suceso había hecho que nuestros caminos se separan, y yo me negaba a creer en un destino en el que no estábamos  hechos el uno para el otro.
 Mi única consolación era hacer balance de lo que aprendí junto a ella; recordar lo buena cocinera que había sido aunque en su primera cita hubiera intentado hacer la cena y fuera un desastre, en las Navidades en casa de sus padres con primos segundos, terceros, la vecina del quinto... en sus indecisiones las tardes de compras, en nuestras pequeñas disputas que acababan con un beso de película, las tardes de lluvia en la que ella, con una taza de café en la mano y una manta sobre la espalda, sonreía feliz a la calle. Amaba el ruido de las gotas chocar contra la ventana, y le inspiraba en su trabajo; podía llegar a escribir una docena de hojas en un par de horas una tarde de invierno.


La nostalgia, la melancolía, el dolor y las ganas de llorar me oprimían de repente, cuando toda mi vida en forma de imágenes mentales se desvanecían al darme cuenta de que por mucho que luchara, a nosotros no nos separaba una ideología, una religión, la distancia, o otro amor... nosotros vivimos en diferentes dimensiones, cariño; y desde aquí te recordaré siempre. Siempre te querré, Claudia.









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